La nota biográfica que aparece en la solapa de la novela es muy escueta, no consta ningún libro anterior.
Porque no los he escrito. Este es el primero. La verdad es que no he tenido tiempo. Sumando los hijos, el trabajo... el tiempo libre llega muy tarde. Aunque sí que he escrito, claro, pero no con ánimo de crear una obra que empezara, se desarrollara y terminara
¿Y esta vocación tardía no tiene nada que ver con el hecho de que trabajes en la industria editorial?
Desde luego, eso genera cierto pudor, porque al final para publicar tienes que dirigirte a los amigos. Llevo trabajando en el mundo editorial desde 1960 y he pasado por todas las editoriales importantes. Ahora por fin he conseguido trabajar sólo por las mañanas y estoy más tranquilo.
Tres de los relatos que componen el libro están escritos en forma historiográfica, como si fueran fragmentos de una memoria perdida.
Aparte de ser un truco literario como otro cualquiera, es un método que me permite ser ambiguo. Puedo incluir hechos y personajes reales sin necesidad de hacer una investigación exhaustiva sobre acontecimientos concretos. Porque el personaje que se rinde a los republicanos madrileños el día antes de que los nacionales tomen la ciudad existió, no se llamaba Alegría pero le pasó algo muy parecido. Lo del poeta escondido en las brañas también es cierto. Yo hablé con el pastor que encontró los esqueletos en 1940, en los altos de Somiedo. Me contó que en la cabaña había una bandera republicana pero yo lo eliminé. He quitado todo lo que fueran grandes gestos, he intentado no hacer ninguna proclama. El protagonista del tercer episodio, el de la cárcel, es Juan Senra, un viejo militante del Partido Comunista ya fallecido. El coronel Eymar, el juez sanguíneo, también existió. El último cuento transcurre en la calle Alcalá, donde yo nací y viví. Y, efectivamente, iba al colegio de la Sagrada Familia que estaba lleno de religiosos rijosos...
¿Hay algún componente autobiográfico en la estructura de la narración? Quiero decir, ¿intentas reproducir el modo en que tuviste noticia de lo que había pasado?
Hombre, yo pertenezco a una familia republicana. Mis padres se exiliaron a Italia no por motivos políticos sino económicos. Pero el núcleo de españoles de Roma eran casi todos viejos republicanos que habían hecho la Guerra. Esos sí que eran exiliados políticos. Y ellos nos hablaban de la República y de la Guerra.
El primer relato me parece la clave de todo el libro. Plantea el problema de qué debe hacer alguien para ser perdonado. ¿Crees que se precisa ciertas dosis de sacrificio por parte del ofensor? Lo pregunto porque, al fin y al cabo, el protagonista pide perdón en el camión que le lleva al paredón.
Sí, en parte se puede interpretar como una inmolación y hasta ese momento de la narración no le perdonan. Sólo cuando van a fusilarlo es abrazado. Ese sacrificio tiene mucho de simbólico y además no niego que algo así es lo que yo les pido a los que ganaron la guerra. No es que quiera matar a los que nos machacaron cuando éramos pequeños, tan sólo me gustaría que pidieran perdón. El protagonista del primer relato comprende –y esto es así, porque lo he estudiado– que Franco pudo tomar Madrid mucho antes pero, como le pareció que aquello iba a ser poco sangriento, decidió cercar la ciudad. Por eso, cuando le preguntan en el juicio por las motivaciones de sus actos, responde que obró como obró “porque no queríamos ganar la guerra, queríamos matar”. Esa consciencia de que el ejército nacional se regodeó en la muerte es lo que hace que este personaje abandone su bando y pida perdón.
En cierto momento escribes que los republicanos “guerrean como quien ayuda a un vecino”. ¿Crees que hay cierta grandeza en ese combate al margen de los rituales militares?
Claro, Madrid no la defendió un ejército regular, la defendieron señores que iban a trabajar y, al salir, cogían el fusil y se iban al frente y después se volvían a casa y tenían que echarse a dormir porque tenían que entrar pronto a trabajar. Más impresionante aún eran los chavales que querían irse al frente por las tardes y sus padres no les dejaban. Todo era tan... doméstico. No hubo épica, lo que hubo fue grandeza moral.
El protagonista del primer relato sobrevive a un fusilamiento. ¿Es una referencia, tal vez crítica, a Soldados de Salamina?
No, en absoluto... Hay varias personas a las que les ha pasado esto. Conozco a una de ellas que, por cierto, es la que da nombre al personaje. Trabajé con este hombre en la editorial Grijalbo. Le fusilaron y se despertó dentro de una tumba. Logró adquirir documentación usando su tercer apellido. Los franquistas tenían mucha prisa por matar y no mataban bien. Hubo trescientos mil fusilados deprisa y corriendo. Aprecio el libro de Cercas aunque me chirría esa especie de vindicación de Sánchez Mazas como un personaje inocente, cuando de inocente no tenía nada.
Precisamente te lo preguntaba porque parece que estamos viviendo una especie de revisionismo fascista, con todo el circo que ha rodeado el aniversario de Jose Antonio. ¿Qué opinas de esta extraña reivindicación de toda la corte de intelectuales falangistas?
A mí me parece indignante. Primero porque intelectualmente fueron unos patanes, incluido Ridruejo. Eran unos incultos de lenguaje grandilocuente sin nada detrás. García Serrano era un escritor de mierda, Pemán era un ser repugnante... Lo que me parece indignante es reivindicar la basura y el vacío mientras se olvida a gente relevante.
En Los girasoles ciegos se habla de poetas, traductores, músicos... Hay una gran presencia del mundo cultural, pero no de grandes nombres sino de los personajes modestos.
En aquellos años había un importante humus cultural. La cultura se entendía como una participación colectiva en el saber, en la discusión, en los gustos. Y ese humus cultural produjo algunos grandes nombres, no me cabe la menor duda, sobre todo en poesía. Pero lo que sí es cierto es que la gente era profundamente culta. Detrás de la Barraca había miles de espectadores. Los teatros de Madrid eran un mundo de efervescencia colectiva y de apreciación de la cultura.
Me parece muy coherente con esa experiencia colectiva una parsimonia o modestia literaria muy presente en tu novela, ¿es algo premeditado?
A mí el mero uso del lenguaje me proporciona un placer inusitado. Pero creo que utilizar un lenguaje preciso y sin alharacas es muy difícil. En cuanto te pones a escribir viene la megafrase. Es algo que me preocupa mucho y cuando me sale algo así intento tacharlo en la corrección. He querido escribir con mucha riqueza de lenguaje pero también con una llaneza narrativa casi elemental.
En particular, los argumentos parecen muy meditados. No hay más que lo preciso pero tampoco falta nada. Parece como si hubieras ido quitando elementos de la narración hasta quedarte con lo esencial.
Sí, he ido quitando cosas. Originalmente el libro era mucho más largo. En concreto en el episodio de la cárcel había muchas páginas dedicadas a narrar la relación entre el chico de los piojos y Juan Senra. En esas páginas se explicaba el surgimiento de su amistad pero me pareció más efectivo dejarlo sobreentendido.
¿Crees que alguien puede considerar el personaje del cura del último cuento un tanto caricaturesco? ¿No tienes miedo de que te acusen de ignorar los cambios que ha experimentado la Iglesia?
Que la iglesia cambie es muy difícil. Esa es su mayor virtud. Es una empresa de dos mil años. Que hoy estén más dedicados a lo suyo, que es la pederastia, me lo creo. Pero los curas han sido unos rijosos e hijos de curas hay en todos los pueblos. Es cierto que los curas han perdido autoridad política, pero lo que ha cambiado es la política, no la iglesia. A mí no se me olvida que, en 1962, para sacar el carné de conducir había que presentar un certificado de buena conducta que te tenía que dar el párroco y, que por cierto, a mí no me dio. Tardé cuatro años en conseguir el maldito certificado a través de unos amigos.
Muchos de los que pasasteis por colegios religiosos durante el franquismo recordáis la experiencia casi en términos carcelarios.
Era brutal. En la posguerra la enseñanza estaba militarizada, los colegios eran sitios de proclamas ideológicas y de cooptación. Posteriormente se convirtieron en centros para eliminar a los revoltosos y apoyar a los “buenos”. El castigo físico era constante y los que nos enseñaban eran auténticos analfabetos sin más título que el de cura. Es más, estaba prohibido leer. Veíamos continuamente fotos de desenterrados víctimas de los rojos: héroe de no sé qué, héroe de no sé que más... Vivíamos entre cadáveres.
Aquí puedes leer la entrevista en su publicación y una reseña. En este enlace hay vínculos donde podéis encontrar más información.
¡Muy interesante!
ResponderEliminarCreo que sí y que aclara y contextualiza algunos momentos de la narración.
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